Borrar
Pequeñas infamias

El tiempo, ese gran vengador

Carmen Posadas

Viernes, 16 de Mayo 2025, 11:04h

Tiempo de lectura: 3 min

No recuerdo ahora si fue Borges o Sábato quien dijo que en los tangos hay más filosofía y estudio de la conducta humana que en cualquier otra parte, y basta con pegar la oreja, dejarse llevar por la música, para aprender. En mi caso, ni imaginan la de veces que –al escuchar a Carlitos (que, como todo el mundo sabe, cada día canta mejor)– me he dicho: vaya, pero si esto me ha pasado a mí y aquello otro es justo lo que le ocurre a fulano o a mengana. Vean, si no, la primera y famosísima estrofa de ese tango que arranca con un: «Sola, fané y descangayada, la vi de madrugada salir de un cabaret». A continuación nos enteramos de que quien cuenta la historia se encontró una noche con la mujer que fue su perdición y la vio «chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando su desnudez». Como es imposible explicar mejor que Discépolo la situación, allá va una estrofa más: «¡Y pensar que hace diez años fue mi locura! ¡Que llegué hasta la traición por su hermosura! Que esto que hoy es un cascajo fue la dulce metedura donde yo perdí el honor».

El amor, y no digamos la pasión, no atiende a razones. Sobre todo, en lo que respecta a eso que llamamos 'piel'

Quien más y quien menos todos hemos vivido una situación parecida. Encontrarse al cabo de un tiempo con aquel o aquella que un día nos hizo desvariar, sufrir hasta lo indecible, incluso hacer el ridículo… Y entonces mira uno estupefacto a esa persona sin atinar a comprender cómo y, dicho una vez más en palabras de Discépolo, «chiflao por su belleza, le robé el pan a la vieja, me hice ruin y pechador… Que quedé sin un amigo, que viví de mala fe, que me tuvo de rodillas, sin moral, hecho un mendigo cuando se fue». Porque una de las particularidades más inquietantes del amor es que –amén de ser capaz de convertirlo a uno en un pelele capaz de cualquier cosa, hasta de las más embarazosas y/o abyectas–, cuando ese desvarío se disipa, quien tanto ha amado no entiende nada de nada. Le resulta imposible comprender qué le vio a ese ser carente de todo interés. E incluso es probable que, abochornado, se pregunte: «¿Qué dice de mí el hecho de haberme enamorado hasta los tuétanos de semejante insustancial/mediocre/fatuo/impresentable?». Y la respuesta a esta última pregunta es: nada.

No hay que intentar sacar conclusiones de por qué pierde uno la cabeza por tal o cual persona. Sí, ya sé que existen diversas teorías que explican la razón de cada elección amorosa. Algunas afirman que buscamos en la persona amada aquello que a nosotros nos falta. Otras sostienen que la atracción está relacionada con la necesidad de rellenar vacíos que uno tiene en ese momento o en su pasado. Puede que ambas cosas sean ciertas, pero verdad es también que el amor, y no digamos la pasión, no atiende a razones. Sobre todo, en lo que respecta a eso que llamamos 'piel', incomprensible circunstancia por la que unas personas nos atraen, mientras que otras, maravillosas, estupendas, buenísimas, no. Porque, si no hay 'piel', basta con que ese ser perfecto que vemos ideal para nosotros nos toque para que nos brote una urticaria. Porque el amor, y no digamos la pasión, es así de caprichoso y no pocas veces tiene muy mal gusto (se enamora uno de cada impresentable…). Esa es la razón por la que, cuando al cabo de un tiempo uno vuelve a encontrarse con aquel por quien perdió el sentido, se queda tan estupefacto como el tipo del tango diciendo: «¡Mire si no es pa suicidarse que por ese cachivache sea lo que soy! Fiera venganza la del tiempo que le hace ver deshecho lo que uno amó». Y fiero consuelo también para aquellos que están viviendo un fracaso amoroso porque dentro de un tiempo, cuando vuelvan a ver a esa persona que ahora tanto duele, desprovista ya del camuflaje que confiere la pasión, la verán tal y como es. Un error que el tiempo se ocupó de solventar.


MÁS DE XLSEMANAL