Jueves, 20 de Noviembre 2025, 15:31h
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Cada mañana, cuando camino hacia la universidad, paso frente al 300 de Mercer Street. Es un edificio como tantos otros en los alrededores de Washington Square, alto, gris, con cientos de pequeñas ventanas todas iguales, una tienda en la planta baja. Nada lo distingue. Nadie se detiene a mirarlo. Pero yo sí. Yo me detengo cada día, aunque solo sea un segundo, aunque solo sea con un pensamiento que cruza por mi cabeza como un motorista apresurado y ruidoso.
Pienso en los vecinos que oyeron gritos, en ese «¡no!» que resonó antes del silencio. En Carl Andre, su marido, con arañazos en el rostro, llamando al 911 para decir que su esposa «se tiró por la ventana»
Porque sé que, desde el piso 34 de ese edificio, Ana Mendieta cayó al vacío el 8 de septiembre de 1985.
No puedo evitarlo. Cada vez que paso, cuento los pisos. Miro hacia arriba y pienso en ella: cubana, exiliada a los 12 años, artista radical que hacía de su cuerpo un territorio; de la tierra, su lienzo; del ritual, su lenguaje. Ana, que esculpía siluetas femeninas en barro, en hierba, en arena. Ana, que dejaba su cuerpo marcado en la naturaleza como quien grita: «Aquí estuve, aquí existo, aquí resisto».
Y después pienso en la noche del 8 de septiembre. En los vecinos que oyeron gritos. En ese «¡no!» que resonó antes del silencio. En Carl Andre, su marido desde hacía apenas ocho meses, con arañazos en el rostro, llamando al 911 para decir que su esposa «se tiró por la ventana» porque discutían sobre quién tenía más exposición pública. Como si el arte fuera una competición. Como si los celos justificaran cualquier cosa. La realidad era exactamente la contraria: era ella la más solicitada, la que empezaba a despuntar hacia la consagración artística.
Tres años de litigio. Un juicio sin jurado. Absolución en febrero de 1988. Carl Andre siguió viviendo en ese apartamento hasta 2022. Treinta y siete años habitando el lugar donde Ana murió. Mientras tanto, en las exposiciones de su obra minimalista, aparecían pancartas que preguntaban: «¿Dónde está Ana Mendieta?».
Les hablo de esto a mis estudiantes. Les cuento que, cuando entramos a esta clase, hemos pasado frente al lugar donde una artista brillante fue silenciada a los 36 años. Que su obra habla de violencia, de desplazamiento, de lo femenino borrado y reclamado. Que su vida terminó de la forma más violenta posible, y que durante décadas su muerte fue más conocida que su arte.
Pero también les digo: «Ana habría cumplido 75 años. Y su obra sigue viva. La vemos en performances contemporáneas, en el cine –Ari Aster le rindió homenaje en Midsommar–, en cada artista que usa su cuerpo para denunciar. Cada vez que alguien pregunta '¿dónde está Ana Mendieta?', su nombre resuena más fuerte que el de su asesino».
Les pido que piensen en eso cuando salgan de clase y pasen frente al 300 de Mercer Street. Que no es solo un edificio. Es un recordatorio de que el arte hecho por mujeres siempre ha tenido que luchar por existir, por ser visto, por ser recordado. Y que nuestra responsabilidad es no olvidar.
Porque Ana cayó, sí. Pero no desapareció.
Cada mañana, cuando paso frente a ese edificio, lo repito como un mantra: Ana Mendieta sigue aquí. En cada silueta. En cada grito. En cada pregunta que nos negamos a dejar sin respuesta. Por ejemplo, ¿por qué no hay una placa que recuerde su muerte? ¿Por qué?
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