Viernes, 27 de Junio 2025, 11:07h
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Donoso Cortés afirma que detrás de todo problema político subyace un problema teológico. Es una verdad muy profunda que sistemáticamente se ignora, con la consiguiente adopción de remedios por completo inanes, cuando no catastróficos, en la solución de los problemas políticos. Ocurre así, por ejemplo, con el problema de la corrupción, que ahora florece en las filas socialistas; pero que en puridad es un problema endémico (y constitutivo) del Régimen del 78.
El liberalismo, por decirlo sucinta y brutalmente, es la santificación del pecado original
Siempre que estalla un escándalo de corrupción en el seno de tal o cual partido político, aparece su líder haciendo pucheros y sosteniendo que, frente a unos pocos corruptos, militan en su partido muchísimas más personas honradas que trabajan abnegadamente en beneficio de «la ciudadanía» (cada vez que se utiliza esta expresión hay que echarse a temblar). Pero lo cierto es que la corrupción en el régimen político vigente es sistémica, con independencia de que en los partidos haya más o menos militantes honrados o corruptos, por la sencilla razón de que existe un marco filosófico, jurídico y político concebido para favorecer la corrupción, que es el marco liberal.
El liberalismo, por decirlo sucinta y brutalmente, es la santificación del pecado original. Quizá no haya evidencia teológica más abrumadora que la del pecado original; pero las ideologías modernas, hijas todas del liberalismo, se han dedicado maniáticamente a negarla, a veces proclamando eufóricamente que el hombre es bueno por naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para comportarse con rectitud, a veces afirmando aciagamente que la naturaleza humana está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas. Inevitablemente, si el hombre no está dañado por el mal, o está dañado irremisiblemente, puede dedicarse a la acumulación de riquezas, algo sobre lo que nos alertaba la moral clásica, y hasta hacer de dicha acumulación un signo de salvación, tal como proclamaba el calvinismo. Pronto, esta nueva moral del dinero se haría doctrina política y económica, exaltando el individualismo y corrompiendo el fin último de una política digna de tal nombre, que es el bien común, destruyendo los frenos morales que la conciencia del pecado original introducía en toda vida que aspiraba a ser virtuosa. El afán de lucro, a la postre, es una forma monstruosa de espiritualidad, más que una concupiscencia material.
Y este afán de lucro, que oscurece el orden moral objetivo, crea una mentalidad depravada, obsesionada por satisfacer intereses particulares, gangrenada de envidia social, que genera una corrupción social generalizada. El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica disolvente, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios. Sobre esta base corrupta y corruptora crece, además, el moho del sistema partitocrático, que promueve la adhesión partidista como forma de medro personal y que acaba parasitando a la comunidad política, colonizando y vampirizando todas las instituciones sociales, del municipio a la corporación, de la universidad a las cajas de ahorros. La partitocracia destruye la comunidad política y fomenta un ethos social corruptor, favoreciendo por un lado la demogresca (de tal modo que a las masas cretinizadas sólo indigne la corrupción del partido con el que no simpatizan) y promoviendo, paralelamente, la demolición de las virtudes privadas y públicas, hasta lograr que la sociedad chapotee en un lodazal, mientras la clase dirigente se dedica al trinque y al mangoneo.
La partitocracia, sobre la base de la santificación del pecado original promovida por el liberalismo y el afán de lucro canonizado por el capitalismo, es una fábrica de hombres depravados y un régimen constitutivamente corrupto que garantiza el carácter sistémico e irrestricto de la corrupción y favorece su impunidad. Este es el régimen corrupto que-nos-hemos-dado; y ni todos los juristas del mundo, haciendo uso de las leyes más severas y refinadas, podrían combatirlo. Sólo aceptando el problema teológico subyacente se puede combatir la corrupción; mientras se haga omisión de una realidad humana y teológica tan incontestable, todo será como arar en el mar. Y, entretanto, como nos enseña Vázquez de Mella, seremos tiranizados: «La tiranía es una planta que sólo arraiga en el estiércol de la corrupción. Es una ley histórica que no ha tropezado con una excepción. En un pueblo moral, la atmósfera de virtud seca esa planta al brotar. Ningún pueblo moral ha tenido tiranos y ninguno corrompido ha dejado de tenerlos».
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