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Viernes, 11 de Abril 2025, 10:00h
Tiempo de lectura: 5 min
Once de septiembre de 1941, Des Moines, capital de Iowa. Un silencio expectante recorre el auditorio mientras el legendario aviador Charles Lindbergh se acerca al podio. El héroe americano ha regresado de Alemania, donde fue condecorado por el mismo Hitler. En ese momento, Europa se desangra ante el avance de los ejércitos del Führer… «El lema 'America first' ha sido calificado de egoísta», proclama Lindbergh, que salpica su oratoria de invectivas antieuropeas y antisemitas. «Pero Estados Unidos debe resistirse a ser arrastrado a una guerra que no le concierne».
El discurso de Lindbergh resuena por todo el país. Desde ese momento, la frase «América primero» permanecerá como un fantasma en la memoria colectiva estadounidense. El fantasma del proteccionismo, el aislacionismo y la connivencia con líderes autoritarios. Un fantasma que, ahora, Donald Trump ha sacado a pasear mientras el mundo entero contiene la respiración. ¿Pero de dónde viene, qué significa y qué consecuencias puede tener?
Para comprender la magnitud de este fenómeno, hay que recordar los convulsos años treinta, cuando el mundo afrontaba la Gran Depresión y el ascenso de los fascismos. Tras el Crack de 1929, el Congreso estadounidense aprobó la ley arancelaria Smoot-Hawley de 1930, que impuso tasas de hasta un 20 por ciento sobre todas las importaciones. (¿Te suena?). Esta medida desencadenó una guerra comercial global que provocó el colapso del comercio internacional. Lejos de proteger la economía estadounidense, el proteccionismo contribuyó a que la Depresión se prolongara.
Este fue el caldo de cultivo del America First Committee (AFC), que nació en septiembre de 1940 en el campus de la Universidad de Yale, fundado por estudiantes como R. Douglas Stuart Jr., heredero de la fortuna de Quaker Oats (copos de cereal). Yale se convirtió en el epicentro del sentimiento aislacionista. Los estudiantes, muchos de ellos temerosos de ser reclutados, promovían la neutralidad. La organización creció como la espuma hasta alcanzar los 800.000 militantes. Su comité nacional incluía figuras como Robert E. Wood, un exmilitar que presidía la cadena de tiendas Sears. Y Henry Ford, el pionero automotriz.
Ford era un notorio antisemita que había distribuido medio millón de copias de Los protocolos de los sabios de Sion, un alegato falsificado sobre una supuesta conspiración judeo-masónica para controlar el mundo. Su presencia en el movimiento, junto con la de Avery Brundage (quien como presidente del Comité Olímpico estadounidense había impedido que dos atletas judíos compitiesen en Berlín 1936), hizo virar al AFC del pacifismo inicial hacia el alineamiento descarado con las potencias del Eje. Ford, además, se convirtió en uno de los mayores proveedores de vehículos para la Wehrmacht. Para 1941, Ford Werke (la filial alemana) había dejado de fabricar automóviles para dedicar toda su capacidad a camiones militares.
Lindbergh, el célebre piloto que había realizado el primer vuelo transatlántico en solitario, se unió al AFC y se convirtió en su portavoz. Lindbergh había quedado impresionado con la Alemania nazi durante sus visitas a finales de los años treinta, llegando incluso a planear mudarse allí. En sus discursos argumentaba que la victoria alemana en Europa era inevitable.
Sarah Churchwell, de la Universidad de Londres, ha documentado la evolución del eslogan, señalando que «lo fascinante del 'America first' es su capacidad para adaptarse a los tiempos y parecer moderno, cuando no lo es». Al tiempo que la académica advierte que «el poder de la nostalgia como fuerza política nunca debe subestimarse», sobre todo cuando arraiga en comunidades que han experimentado décadas de declive.
Y es que la actual reencarnación del «America first» puede interpretarse como un intento por volver a una era dorada de dominación industrial, representada por el acero de Pittsburgh y los automóviles de Detroit. Sin embargo, los analistas advierten que, aunque las fábricas regresaran a suelo estadounidense, no volverían con el mismo modelo laboral de los años cincuenta o sesenta. Ya que, mientras la Casa Blanca promete empleos tradicionales (la zanahoria), Silicon Valley está acelerando la implementación de IA y robótica (el palo) que reducirá aún más la necesidad de mano de obra humana.
El embrión del «America first» se remonta al nacimiento de la nación. George Washington no quería formar alianzas en las que no iba a ser el gallito. El eslogan reapareció como lema republicano en la década de 1880, antes de ser popularizado por Woodrow Wilson en 1915 como justificación para mantener a Estados Unidos fuera de la Primera Guerra Mundial. Es, como señala el historiador Andrew Bacevich, un «patrón oportunista» que ha caracterizado la política exterior estadounidense desde su fundación, alternando periodos de intervención con fases de repliegue.
La historia dio un vuelco el 7 de diciembre de 1941. El ataque japonés a Pearl Harbor permitió a Franklin D. Roosevelt entrar en la guerra. En semanas, el movimiento America First se disolvió. Yale, como el resto del país, pasó del aislacionismo a la movilización total para la guerra.
Lindbergh, en un intento de redimirse, hizo lo que mejor sabía: pilotar aviones. Participó en misiones de combate en el Pacífico y en Europa. Mientras tanto, Ford reorientó su producción para apoyar el esfuerzo bélico estadounidense. Con la paz se constituyeron las instituciones multilaterales como la ONU, el Banco Mundial, el FMI y la OTAN. En definitiva, los pilares que sostienen al mundo globalizado actual. Y que ahora se tambalean.
Trump aduce que Europa «se ha aprovechado de Estados Unidos para su defensa sin apenas dar nada a cambio», pero Frank Costigliola, historiador de la Universidad de Connecticut, critica esta interpretación. «La OTAN no es una obra de caridad; es un vehículo para ejercer influencia. Uno de los mayores logros de la diplomacia estadounidense fue reunir en la Alianza a naciones como Francia, Alemania e Italia, que hasta hace poco habían sido enemigas». ¿Qué sacó Estados Unidos? Nada menos que ser la potencia dominante de los últimos 70 años.
La historia, siempre pendular, parece estar dando otro giro… El novelista Philip Roth ya imaginó en La conjura contra América (2004) un escenario en el que Lindbergh, encabezando la candidatura republicana, derrotaba a Roosevelt en las elecciones de 1940 y establecía un gobierno con claras simpatías hacia la Alemania nazi. Cambia Lindbergh por Trump, Hitler por Putin… y da para otra novela distópica.