Total, que me relajo, cojo el mando, abro la primera de las plataformas de streaming y empiezo a navegar. ¿Qué puede salir mal? Intento buscar una serie “que me aporte”. «Qué te aporte ¿qué?», pensará el algoritmo del canal, que me debe de perseguir todas las noches, pero que no termina de pillarme el tranquillo. «Con lo listas que son ahora las inteligencias artificiales, que hasta hay gente que se enamora de ellas, y esta sigue a por uvas», me digo a mí misma, mientras veo las sugerencias, supuestamente personalizadas, que me ofrece.
Así que me hago la interesante, paso de largo por su bufet de propuestas ‘hechas a mi medida’ (ja) y me zambullo de lleno en la búsqueda del contenido perfecto. Y entonces… Entonces entro en una curvatura del espacio-tiempo cuyo campo gravitatorio me deja sin la poca luz que me quedaba en el alma. Y mientras subo y bajo por las opciones, cada vez con menos ganas de vivir, voy pensando: «Pero ¿cuánto tiempo puede estar un ser humano navegando (o, como ellos dicen, “haciendo scroll”) por todas estas listas sin ahogarse?».
Me responde la profesora de contenidos audiovisuales y autora del libro Streaming Wars (Libros Cúpula), Elena Neira: «Concretamente, y según un análisis con los datos de cientos de suscriptores de Netflix, el tiempo que pasa entre que una persona entra en una plataforma y acababa yéndose frustrada porque no es capaz de encontrar contenido por la saturación de estímulos es de 90 segundos».
«Netflix, por ejemplo, tiene 83.000 microgéneros para clasificar su contenido y están hechos, no en función de lo que ofrecen, sino de lo que te van a hacer sentir»
¿Un minuto y medio? ¿En serio? Pero, ¿esa ridiculez de aguante tenemos? «Claro -me dice Neira- porque, en esa circunstancia, te encuentras ante la “fatiga de la decisión”». Vale, vale, si tiene nombre ya me quedo más tranquila. Lo investigo. Por lo visto, se trata de un término que acuñó el psicólogo social estadounidense Roy F. Baumeister, que se popularizó en 2011 y que se produce cuando una persona se siente abrumada por la necesidad de tomar demasiadas decisiones.
«En el caso de tener muchas opciones, la tarea de análisis es mucho más compleja. Ten en cuenta que la capacidad que tiene el cerebro para formalizar una decisión es inversamente proporcional al número de referencias entre las que tiene que elegir», me explica. Y no es poca cosa porque, según datos de la empresa de investigación de mercados Nielsen, el número de películas y series que ofrecen estos servicios se ha disparado un 39 por ciento en los dos últimos años, dejando un total de 2,35 millones de títulos en plataformas como Netflix, SkyShowtime, Amazon Prime o Disney+.
Pero que estamos hablando de ver la tele un ratito por la noche, ¿cómo es posible tanto desgaste mental? «Porque tomamos muchas decisiones a lo largo del día (35.000, según un estudio de la Escuela de Negocios de Harvard). Algunas son automáticas y nuestro cerebro no tiene que realizar ningún esfuerzo cognitivo activo para tomarlas, pero otras sí. Y, a medida que va pasando el día, la batería que tenemos para tomar esas decisiones se va agotando hasta que, al final, sencillamente se acaba. La fatiga lleva al bloqueo y el bloqueo a la huida», me aclara Neira. No me extraña, yo estoy a punto de salir corriendo, pero a estas horas las piernas ya no me responden.
«Y no te creas que te pasa solo a ti. Nos pasa a todos, tengamos las capacidades cognitivas que tengamos. Aunque seas un neurocirujano o un científico de prestigio», continúa. Uf, me alegro. Mal de unos… «En una de las últimas escenas de la película En tierra hostil se ve al protagonista, que es el líder de una unidad de artificieros de élite que ha estado en la guerra de Irak, completamente abrumado ante un lineal de cajas de cereales en un supermercado porque no sabe cuál escoger».
Un estudio reciente concluyó que los atracones de series son una práctica a la que son más proclives las personas con baja autoestima
Bueno, bien, ya sabemos que es una locura colectiva. ¿Y ahora qué? ¿Quién me ayuda a mí a elegir algo que ver? «Las plataformas ya lo hacen y cada vez más: a través de sus recomendaciones divididas en microgéneros. Como consumidores conectados a Internet, somos una versión 2.0 de Hansel y Gretel, dejando cibermiguitas de pan a nuestro paso. Gracias a ellas, el sistema aprende y se perfecciona tras cada visita para adaptarse aún más a lo que busca el cliente», asegura la experta. «La nueva televisión se ha construido sobre el paradigma de la libertad absoluta (lo que quieras, como quieras, donde quieras y cuando quieras), pero la realidad es que los seres humanos somos pésimos a la hora de gestionar tantísimo contenido, sobre todo cuando no tenemos una mínima base de conocimiento o unos buenos referentes de recomendación».
Pero es que a mí, con el título de esos microgéneros, me da la risa: “Drama británico protagonizado por una mujer empoderada”, “Deleite de multitudes”, “No te atreverás ni a parpadear”… ¿En serio? ¿Qué ha pasado con los géneros de toda la vida? «Lo que se está viendo es que las audiencias son cada vez más emocionales, es decir, que nuestro estado de ánimo influye mucho a la hora de decidir qué haremos, sobre todo en esta era de abundancia audiovisual», me explica Neira. «Netflix, por ejemplo, tiene 83.000 microgéneros para clasificar su contenido y están hechos, no en función de lo que ofrecen, sino de lo que te van a hacer sentir».
Los algoritmos son eficaces porque están basados en tu huella digital, «pero también ejercen presión para visibilizar los contenidos que tienen que promocionar, las novedades, aunque no estén en tu esfera de intereses»
Pero, entonces, ¿lo mejor es rendirse al algoritmo? «Pues en muchos casos sí, porque están basados en tu huella digital y ten en cuenta que su vocación última es que veas muchas horas de contenido y tenerte fidelizado. Y los algoritmos son sus pasarelas para conseguirlo». No me fío. «Tampoco me extraña porque lo que no podemos olvidar es que también ejercen presión para visibilizar los contenidos que tienen que promocionar, es decir, las novedades, aunque no estén en tu esfera de intereses». Claro, y porque es más cómodo dar click a lo que sea ya, con tal de no seguir buscando. «Efectivamente, y eso explica la apuesta de las plataformas por las series y no tanto por las películas, porque así te tienen más tiempo enganchado». No, si esta gente no da puntada sin hilo.
«Con la generalización de la cultura bajo demanda, el consumo de series cambió. Lo que estaba pensado para ser visto semana a semana, ahora puede verse de forma concentrada. Este fenómeno de ver del tirón varios episodios se conoce con el nombre de binge watching (expresión anglosajona que alude al atracón del visionado). Y, claro, para ellos es una ventaja porque cuando encontramos un contenido que nos interesa, la elección desaparece de la ecuación. El consumo tiene lugar de manera natural y encadenada».
Ya, ya, pero esto del binge no puede ser bueno... Y Neira lo confirma: «Lo explica muy bien Tristan Harris, el exingeniero de Google cuya TED Talk provocó pesadillas a más de uno cuando alertó sobre los peligros de estos sistemas que capturan nuestra atención. Aseguraba que el aumento del tiempo que pasamos enganchados a estas aplicaciones puede llevar a una persona sana a sentir una insatisfacción moderada hacia su propia vida y, en los peores casos, empeorar su salud mental». Y continúa: «Y no le faltaba razón. Disfrutar de historias como una manera de escapar del mundo real es sano y, con frecuencia, necesario. Pero varios estudios aseguran que pegarse atracones de contenido puede ser perjudicial para la mente, para las relaciones interpersonales, la compresión de nuestra realidad y para la felicidad y el bienestar general». Ostras, a ver si voy a tener un problema y no lo reconozco porque todavía no he tocado fondo.
«Y todavía hay más -sigue la experta-. Un estudio de la Universidad de Texas concluyó que los que practican binge lo hacen para escapar de sentimientos poco placenteros y es una práctica a la que son más proclives las personas con baja autoestima». Hasta aquí hemos llegado. Me voy a la cama a leer... o a llorar.