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Segunda Guerra Mundial
Viernes, 25 de Abril 2025, 10:17h
Tiempo de lectura: 9 min
Pedaleaba con todas sus fuerzas por el Tirol. Buscaba soldados americanos para entregarles una carta en la que pedía ayuda urgente. Pero para llegar a ellos debía superar controles de miembros de las SS enfurecidos. Hitler se acababa de suicidar, los aliados avanzaban por suelo austriaco, pero quedaban combatientes alemanes exaltados cumpliendo las órdenes de Heinrich Himmler de ejecutar a cualquier civil que enarbolara una tela en blanco y a cualquier varón mayor de 14 años que no estuviera luchando con el bando alemán. Rondaban bandas de desertores de gatillo fácil. Te podían matar también las bombas y disparos de los aliados.
Y en esta atmósfera de peligro constante el electricista croata Zvonimir Cuckovic pedaleaba en busca de ayuda. Había escapado del castillo de Itter, en el Tirol austriaco, donde llevaba años prisionero de los nazis. En ese castillo medieval estaban internados una veintena de presos especiales, prisioneros vips franceses como los antiguos primeros ministros Édouard Daladier y Paul Reynaud, los generales Maxime Weygand y Maurice Gamelin, y portadores de apellidos ilustres como Michel Clemenceau (hijo del ex primer ministro Georges Clemenceau) o Marie-Agnès Cailliau, la hermana mayor del general De Gaulle.
Eran 'prisioneros honorables' –así los llamó Himmler– que desde mayo de 1943 estaban encerrados en el castillo de Itter. Eran «famosos, poderosos, de potencial valía para mantenerlos con vida», explica Stephen Harding en el libro La última batalla (Desperta Ferro Ediciones).
El imponente castillo de Itter era una de las 197 instalaciones satélite del campo de Dachau. Pero las condiciones de los presos vips no eran en absoluto equiparables a las de otros prisioneros de los alemanes. Ellos tenían habitaciones en lugar de celdas, podían utilizar la biblioteca del castillo, pasear por el patio e incluso varios de ellos estaban allí con sus mujeres.
El comandante de aquella peculiar prisión, Sebastian Wimmer, era un matón sádico amigo de dar latigazos, un psicópata que era amable con los presos vips y cruel con el resto de los prisioneros que hacían labores de servicio en el castillo. El electricista Cuckovic era uno de los que habían sufrido su brutalidad.
Wimmer, junto con los miembros de la guardia del castillo de Itter, había huido al sentir la cercanía de los aliados. Pero los presos vips sabían que estaban rodeados de feroces SS y que en aquellos días de caos el peligro se multiplicaba; sabían también que eran una baza golosa para el enemigo. Por eso enviaron a Cuckovic a por ayuda.
El electricista croata invirtió siete horas de tensión absoluta para llegar a Innsbruck. Fue muy hábil en engañar a los soldados de los controles alemanes. Y tuvo la suerte de no ser tiroteado cuando por fin encontró a los americanos. Al llegar a Innsbruck «frenó en seco, convencido de que lo acribillarían, pero entonces vio que todos los vehículos llevaban grandes estrellas blancas. El largo y solitario viaje de Cuckovic había terminado: estaba ante el Ejército de Estados Unidos», cuenta el autor de La última batalla.
Lo que sucedió poco después es uno de los episodios más extraños de la Segunda Guerra Mundial. El 5 de mayo de 1945, muy poco antes de que los alemanes se rindieran (lo hicieron el 7 de mayo), se libró en el Tirol austriaco la batalla de Itter. Combatieron de un lado soldados del Ejército de Estados Unidos, los prominentes presos franceses... y, con ellos, un condecorado oficial de la Wehrmacht, un puñado de soldados alemanes y el capitán de las SS Kurt Siegfried Schrader. Esta extraña alianza se enfrentó contra 200 miembros de las SS bien pertrechados, armados con cañones y apostados apenas a 800 metros del castillo de Itter.
La batalla fue intensa y trágica. La protagonizaron un puñado de héroes que parecen salidos de una película. De hecho, se ha filmado una, dirigida por Maximilian Elfeldt, que aún no se ha estrenado. Heroico fue el cocinero checo Andreas Krobot, otro preso del castillo que también partió en bicicleta en busca de ayuda. Se la jugó. Vio cómo soldados de las Waffen-SS disparaban contra las ventanas de los pueblos en las que ondeaban trapos blancos o banderas austriacas. Tuvo suerte porque quien lo intercepta en el pueblo de Wörgl es un miembro de la resistencia austriaca que lo lleva ante Josef Gangl, un oficial de la Wehrmacht condecorado con dos cruces de hierro. Gangl, un alemán militar de carrera, había destacado por su valía en la toma de Bélgica y los Países Bajos. Y había luchado en Ucrania y Rusia, donde comandó una batería de obuses durante casi cuatro años.
Pero, cuando lo llevan al cocinero Krobot, Gangl ha cambiado: es el jefe de la resistencia de la ciudad de Wörgl. Estaba decidido a proteger a la población civil de las atrocidades de las SS y la Gestapo, que en aquellos días «ejecutaron de forma sumaria a antinazis y 'derrotistas', reales o sospechosos, pertenecientes a las fuerzas militares o a la población civil», explica Stephen Harding.
Gangl escucha al cocinero Krobot y se compromete a salvar a los prisioneros franceses. Se involucra del todo. Como supone que no prestarán atención a un ciclista civil con un mensaje, decide ir él mismo en busca de los americanos.
Kurt Siegfried Schrader
Capitán de las SS que se enfrentó a los suyos para defender a los prisioneros franceses. Luchó con los americanos.
Josef Gangl
Mayor del Ejército alemán condecorado. Se enfrentó a los SS para defender a la población civil. Fue jefe de la resistencia en el Tirol.
Jean Borotra
Tenista, ganador de Wimbledon y político fascista francés. Era uno de los presos vips del castillo. Escapó para buscar ayuda.
John Carey Lee
Estaba al mando de un batallón de carros. Encabezó la defensa del castillo con pocos hombres y un solo tanque.
Viaja en moto con un asistente y una bandera blanca. Debe acertar a la hora de enarbolarla: si se la encuentran los alemanes, está muerto. Hay suerte y logra contactar con John C. Lee, teniente del 23.º Batallón de Carros, de las 12.ª División Acorazada del Ejército de Estados Unidos. Otro oficial condecorado y valiente.
Lee acude a defender el castillo de Itter. Cuenta con un tanque y diez soldados. Se unen a ellos Gangl, el resistente austriaco Hans Waltl, de 17 años, y catorce soldados alemanes. En el castillo está el capitán Kurt Siegfried Schrader, un SS que frecuentaba la fortaleza porque era amigo del comandante Wimmer y tiene buena relación con los prisioneros franceses. También él ha cambiado de bando: quiere proteger a su familia (la ha llevado al castillo) y salvar a los presos franceses.
El capitán Lee organiza la defensa. Para no provocar bajas entre los suyos, los 'alemanes buenos' llevan un brazalete oscuro. No tienen demasiada munición; son pocos y solo cuentan con un tanque, pero confían en la llegada de refuerzos.
A las cuatro de la madrugada reciben el primer impacto. Los SS atacan con intensidad. Aciertan en el único tanque americano que se incendia y explota. Los del castillo de Itter resisten encaramados tras sus murallas. Los franceses empuñan también las armas, pero desobedecen órdenes y se exponen demasiado. Así muere Josef Gangl, intentando proteger al ex primer ministro francés Paul Reynaud: «Gangl, el hombre que había sobrevivido al infierno de Stalingrado y a la vorágine de Normandía, había sido abatido por la bala de un francotirador», explica Stephen Harding.
Lo pasaron mal los defensores de la fortaleza. Pero la ayuda (cuatro tanques M4 Sherman y una sección de infantería) llegó a tiempo. Hay fotografías y crónicas de aquella liberación porque la vivieron el corresponsal de guerra canadiense René Lévesque (que luego sería primer ministro de Quebec), el corresponsal estadounidense Meyer Levin y el fotógrafo francés Éric Schwab.
Los proyectiles alemanes acribillan el castillo. Y de nuevo sale en busca de ayuda uno de sus ocupantes. Ahora es el campeón de tenis y político fascista Jean Borotra, uno de los presos vips. Salta el muro y se adentra en el bosque en una acción de peligro absoluto. También logra engañar a los SS que se encuentra: se hace pasar por refugiado (va disfrazado con andrajos) y en una ocasión, cuando lo van a detener, disimula poniéndose a defecar tranquilamente.
Borotra consigue dar con el mayor John Kramers. No hay radio para comunicarse con el castillo, pero sí teléfono. «Nos están machacando con su artillería», cuenta Lee cuando contactan con el castillo de Itter. Y no les queda casi munición.
Comprobaron que las desavenencias entre los presos franceses (varios de ellos eran enconados contrincantes políticos) no se habían diluido: salieron por separado y despotricando unos de otros. Pudieron dar fe del arrojo de John Lee, que defendió el castillo con tenacidad y astucia, y de la valentía de Gangl y Schrader, quienes lucharon con entrega frente a quienes habían estado antes a su lado.
La suerte de los héroes de 'la última batalla' de la Segunda Guerra Mundial fue dispar. El capitán John Lee recibió la Cruz por Servicios Distinguidos por haber forzado la rendición de 200 efectivos alemanes. Y regresó a la vida civil. No le fue bien: cayó en el alcoholismo y murió de una intoxicación etílica a los 54 años.
El SS Kurt Siegfried Schrader pasó poco tiempo en un campo de prisioneros gracias a las cartas de apoyo de los eminentes prisioneros franceses. Lo liberaron en 1947, trabajó como albañil y falleció anciano.
Y Josef Gangl, el militar alemán que murió defendiendo a franceses y luchando codo a codo con los americanos a los 34 años, ha sido reconocido como héroe nacional en Austria por sus esfuerzos por proteger a la población civil. Una calle de Wörgl lleva su nombre.
El castillo de Itter ha cambiado de dueño varias veces. Ha sido un hotel. Ahora está abandonado.